Cuando me uní a la sección de Ciencia de The New York Times en 2004, los reporteros del departamento tenían un dicho, una especie de mantra reconfortante: “La gente siempre va a ver la sección de Ciencia, aunque sea para leer sobre el progreso”.
Pienso mucho en eso al despedirme de mi empleo, en el que cubro temas de psiquiatría, psicología, biología cerebral y ciencias sociales con macrodatos, como si todo eso estuviera relacionado entre sí. Trabajar en el buró del comportamiento, como le dicen, me ofreció una libertad increíble: escribí sobre los beneficios psicológicos de embriagarse de vez en cuando, de jugar a la lotería y la afición deportiva. Cubrí investigaciones básicas que se hacían en laboratorios, traté sobre la ciencia del aprendizaje y la memoria, la experiencia de vivir una angustia recurrente, desde la perspectiva de las personas que la sufren. Y mucho mucho más.
Como la mayoría de los periodistas de ciencia, quería reportar algo grande, tener una racha de “yo estuve ahí cuando pasó” que transformaría nuestra comprensión de los problemas de salud mental. Como mínimo, esperaba publicar investigaciones que ayudaran a mejorar la vida de la gente apesadumbrada.
Pero durante el tiempo que estuve en el buró, la ciencia que sustenta la atención a la salud mental no siguió una sola trayectoria fija. Por un lado, el campo atrajo un talento científico considerable y hubo descubrimientos importantes, a saber: se elucidaron los niveles de consciencia en pacientes con lesiones cerebrales que parecían no responder a los estímulos; y se formuló la primera hipótesis convincente de la causa de la esquizofrenia, con base en la biología cerebral.
Por otro lado, la ciencia hizo poco para mejorar la vida de los millones de personas que viven con problemas mentales incesantes. Casi todas las mediciones de nuestra salud mental colectiva —las tasas de suicidio, ansiedad, depresión, muertes por adicción, abuso de medicamentos controlados— se fueron por la dirección equivocada, pese a que el acceso a los servicios incrementó mucho.
¿Qué fue lo que pasó? Después de 20 años de cubrir esos temas, aquí y en The Los Angeles Times, tengo unas cuantas teorías y algunas ideas sobre lo que se necesitaría para revertir el curso que la situación ha tomado.
Cuando empezaba este trabajo, comencé a lidiar con un flujo constante de llamadas y correos electrónicos, generalmente de padres que pedían consejos.
“Mi hijo tiene pensamientos suicidas. Lo hemos intentado todo. ¿Qué hacemos?”.
“Nuestra hija se está cortando. Está fuera de control. ¿Puedes recomendarme a un terapeuta o a alguien con quién hablar?”.
Varias de estas preguntas provenían de colegas del Times. Otras eran de amigos y familiares.
Siempre les daba sugerencias y contactos (con un descargo de responsabilidad) y, si lo necesitaban, les ayudaba a descifrar la jerga psiquiátrica. También hacía un seguimiento después, para ver cómo les estaba yendo. Esta segunda conversación era un recordatorio, una y otra vez, de que el sistema de salud mental, a pesar de tantos profesionales que se preocupan por sus pacientes, es caótico y extremadamente difícil de navegar. Hay pocos parámetros aplicables en la totalidad del sistema, además de que las diferencias en la calidad de la atención son vastas y veladas. Te deseo suerte si quieres encontrar una guía fiable para navegar toda la gama de opciones apropiadas.
Con el tiempo, aquellas personas que buscaban ayuda se volvieron la lente por la cual observaba mi trabajo y sus preguntas se volvieron mías. ¿Qué significa en realidad ser bipolar, en un niño pequeño? ¿Es necesario este medicamento? ¿Qué tan confiable es la evidencia?
Una respuesta a esa última pregunta llegó a mediados de la primera década del siglo XXI, cuando la Administración de Alimentos y Medicamentos (FDA, por su sigla en inglés) realizó una serie de comparecencias sobre si ciertos fármacos antidepresivos, como el Paxil, el Prozac y el Zoloft, eran contraproducentes para un pequeño número de usuarios a los que les provocaban pensamientos y comportamientos suicidas.
Las comparecencias me pusieron los pelos de punta. Cientos de familiares que habían perdido a un ser querido llenaron las salas, su ira y expectativa consumían todo el oxígeno. Era claro que algunos de los padres sabían tanto de los medicamentos como los doctores.
Para 2006, la FDA había concluido que se necesitaba una advertencia de recuadro negro, como la llamaron, que se colocaría en las etiquetas de los fármacos antidepresivos y mencionaría el riesgo de suicidio en niños, adolescentes y adultos jóvenes. Muchos psiquiatras se mostraron contrariados por la decisión e insistieron en que la medida desalentaría el uso de medicamentos útiles.
Las Guerras de los Antidepresivos, como llegó a conocerse este debate (que aún no concluye), también ayudó a develar la influencia que tiene el dinero de la industria farmacéutica en la psiquiatría académica. Dicha industria les pagaba a investigadores de instituciones de renombre para que hablaran de sus medicamentos en seminarios y conferencias; pagaba para que “paneles de expertos” promovieran su uso, y con frecuencia les pedía a firmas externas que escribieran los estudios, maquillando los datos.
Esta situación hizo que fuera casi imposible interpretar los estudios de los medicamentos psiquiátricos. Algunos experimentos sin duda eran esfuerzos honestos y rigurosos que buscaban documentar los efectos difusos de un fármaco. Otros no eran más que “infomerciales”, como decía el finado Bernard Carroll, uno de los críticos más acérrimos de su propia profesión, es decir, era publicidad para medicamentos disfrazada de investigación. Por lo general era fácil identificar cuáles eran infomerciales, pero no siempre, y si no estabas al tanto del contexto o el rastro del dinero, no ibas a saber en qué creer.
Cuando se trataba de juzgar proyectos de investigación financiados por el gobierno (que uno pensaría que es una empresa más limpia), una vez más me planteé las preguntas que con frecuencia me dirigían las personas en crisis. ¿Este estudio es útil para mi hijo, o mi hermana, de alguna manera? O, para ser más generosos considerando el ritmo de las investigaciones: ¿este trabajo podría llegar a ser útil para alguien en algún momento de su vida?
La respuesta, casi siempre, era no. Reitero, esto no significa que las herramientas y la comprensión técnica de la biología cerebral no avanzaran. Es solo que esos avances no tuvieron un impacto en la salud mental, ni bueno ni malo.
Pero no tienen que creerme a mí. En su libro de próxima publicación, “Recovery: Healing the Crisis of Care in American Mental Health” (recuperación: sanando la crisis de la atención a la salud mental en Estados Unidos), Thomas Insel, exdirector del Instituto Nacional de Salud Mental, escribe: “El avance científico en nuestro campo fue sorprendente, pero, mientras estudiábamos los factores de riesgo para el suicidio, la tasa de letalidad había ascendido un 33 por ciento. Mientras identificábamos la neuroanatomía de la adicción, las muertes por sobredosis se habían triplicado. Mientras mapeábamos los genes de la esquizofrenia, la gente con esta enfermedad seguía sufriendo de un desempleo crónico y moría 20 años antes que el resto de la población”.
Y así sigue, hasta el día de hoy. Las agencias gubernamentales, como el Instituto Nacional sobre el Consumo de Drogas y el Instituto Nacional de Salud Mental, siguen redoblando esfuerzos e inyectan sumas enormes de dinero de los contribuyentes en investigaciones biológicas destinadas a algún día encontrar una firma neural o una “prueba sanguínea” para diagnósticos psiquiátricos que, quizá, en el futuro podría llegar a ser útil, todo mientras la gente está en crisis ahora mismo.
He escrito sobre algunos de estos estudios. Por ejemplo, los Institutos Nacionales de Salud están llevando a cabo un estudio de 300 millones de dólares para obtener imágenes del cerebro de más de 10.000 niños pequeños, con tantas variables de experiencia y desarrollo que interactúan entre sí que es difícil discernir cuáles son los objetivos principales del estudio. La agencia también tiene en marcha un proyecto de 50 millones de dólares para intentar comprender los innumerables procesos en cadena y en ocasiones aleatorios que se producen durante el desarrollo neuronal, que podrían ser la base de algunos problemas mentales.
Estos tipos de emprendimientos científicos “para adultos” tienen buenas intenciones, pero sin duda las ventajas son inciertas. El finado Scott Lilienfeld, psicólogo y escéptico de las grandes inversiones en investigación cerebral, tenía su propia terminología para este tipo de proyectos: “Son o expediciones de pesca o avemarías”, solía decir. “Como lo quieras ver”. Cuando la gente se está ahogando, está menos interesada en la genética de la respiración que en un salvavidas.
En 1973, el prestigiado microbiólogo Norton Zinder se hizo cargo de un comité que revisaba el financiamiento otorgado por el Instituto Nacional del Cáncer para investigar distintos virus. Concluyó que el programa se había convertido en una “mina de oro” para un pequeño grupo de científicos escogidos y aconsejó reducir su apoyo a la mitad. Yo sospecho que una revisión dura como la de Zinder sobre cómo gastan sus fondos las ciencias del comportamiento derivaría en recortes igual de severos.
¿Cómo pueden los campos de la ciencia del cerebro y el comportamiento empezar a cambiar y volverse relevantes en la vida de las personas? Para empezar, los científicos prestigiosos que reconozcan la urgencia de un cambio tendrán que hablar con mayor franqueza sobre cómo el dinero, tanto público como privado, puede deformar las prioridades de la investigación. Y los proveedores de fondos, por su parte, tendrán que escuchar, quizá apoyar a equipos más pequeños que trabajan para construir el equivalente psicológico a un salvavidas: tratamientos y apoyos e innovaciones que podrían implementarse en el futuro próximo.
Hay una razón por la que tantas personas recurren a episodios de ebriedad, juegan a la lotería y desarrollan trastornos alimenticios para sostener su salud mental: porque saben bien cuáles son los efectos. Porque no necesitan de una receta médica para estar bien. Y porque estos recursos están a su alcance, ahora mismo.
Fuente: http://www.infobae.com